by Eva Lorenzo | May 9, 2021 | Resiliencia |
En los últimos tiempos se está visibilizando y concienciando cada vez más en la sociedad la problemática de la violencia de género: aparecen más noticias en los telediarios, hay más movimientos sociales que la condenan, existen más programas sociales de ayuda a las víctimas, concienciación de la población sobre la problemática, educación y prevención con jóvenes, formaciones específicas para profesionales para que atiendan a las víctimas, etc. Desafortunadamente, la violencia ha existido siempre, no sólo la de género, sino también otros tipos de violencia: de padres a hijos, entre hermanos, en las relaciones laborales o incluso dentro de las instituciones, por poner algunos ejemplos. A veces la violencia puede ser a nivel físico y otras veces a nivel psicológico; a veces es más brusca y otras es más sutil, pero en cualquier caso deja una huella en la persona que la sufre y tiene consecuencias nocivas en su vida, como por ejemplo: la activación del miedo, la inseguridad, la desconfianza, aumentan los niveles de ansiedad, baja la autoestima, afecta al sueño y al apetito…en definitiva, mantiene a la persona en un estado de angustia y amenaza frecuentes. En función de cómo haya sido el episodio de violencia sufrido (nivel de intensidad, duración del episodio o frecuencia) tendrá un impacto y unas consecuencias negativas diferentes para la persona. La psicóloga Katherine Hudgins desarrolló hace unos 40 años un modelo de trabajo terapéutico para atender a personas que habían sufrido trauma (TSM- “Modelo Terapéutico en Espiral”). Desde este modelo identificaba que cuando se sufre un trauma se juegan tres roles principales en la situación: víctima, agresor y autoridad que abandona frente...